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  • Foto del escritor: COMUNICACIÓN LA SALLE LAG
    COMUNICACIÓN LA SALLE LAG
  • 20 mar 2020
  • 4 Min. de lectura

POR GALILEA OLIVARES GUZMÁN

Mi desdicha comenzó un veinticuatro de marzo. Me encontraba perdido en las calles de San Sebastián Bernal, un pueblo mágico situado en el estado de Querétaro.


Aquella noche la calamidad se estacionaba en mis adentros, tiznando cualquier destello de bondad que emanara de mí.

No quisiera justificar mis acciones, pero realmente necesitaba hacer lo que hice. En mi cabeza la compañía carnal era lo único que podría enmendar esta tristeza.


Nunca había considerado disgustante mi aspecto; siempre había sido esbelto, quizás por mi eminente altura, mis cejas y pestañas eran oscuras como el iris de mis ojos, mis labios eran delgados, pero con una forma bastante atractiva y simétrica, y mi piel, mi piel era pálida, sin una sola pizca de color. Era tan blanca que el brillo de la luna se reflejaba en ella.

Mientras caminaba en busca de mis deseos, por mi mente vagaban las noches anteriores; era la primera en la que me encontraba así…desesperado por satisfacer las necesidades de este cuerpo.


Si bien, todas mis madrugadas habían sido distintas, tenían algo en común, un hecho que al descubrirlo me llenó de curiosidad e intriga: todas eran de luna llena. Una luna tan blanca que mirarla te hacia entrecerrar los ojos, pero a la vez, te llenaba de paz.

Estaba perdido en su majestuosidad cuando un hombre, algo viejo y desalineado, se acercó a mí.

-Buenas noches joven, ¿se encuentra bien?- me preguntó con un tono que sonaba más interesado que preocupado.


-Si- Le contesté sin poder articular otra palabra. Me había concentrado en su vestimenta y las joyas exuberantes que portaba.

Cuando caí en lo grosero que quizás pude haber sido, dejé de ver la cadena de oro que colgaba de su cuello y me dispuse a decirle la verdad. Parpadee para verlo a los ojos y se había ido.

Perplejo seguí caminando. Unas luces de colores rosa y morado, captaron mi atención; era una pequeña puerta de madera, sin ningún letrero. Entré y ante mis ojos estaba lo que tanto había buscado; en cada parte de aquel viejo salón, con apenas dos ventanas, los gemidos ensordecían.


Me fui de ese lugar a la mañana siguiente, pero debo admitir que una parte de mi quizás siga viviendo ahí.

Lo había perdido todo en esos enredos. Estaba oscureciendo y no llevaba más que un pedazo de queso y una cerveza en el estómago.

Cuando el sueño estaba apoderándose de mí, mi único consuelo era la luna y justamente en ese momento recordé que podía verla desde la ventana de la habitación. Me giré en la cama y mis pupilas se dilataron al ver su belleza.


Unos segundos después, y viéndola más a detalle, noté que una mancha negra, de tamaño considerable, se hacía presente en su centro.

De alguna manera yo me sentía como la luna.

De hospedarme en un hotel, pasé a tener que alquilar un repugnante motel. El poco dinero que me quedaba lo utilizaba para volver a aquel lugar en donde había visto al hombre de la cadena de oro. Mi pobreza me llevó a no tener ambiciones en la vida; me encontraba en un estado de salud envidiable y, aun así, no tenía intención alguna de trabajar, ni siquiera para poder volver a mi ciudad. Los recursos se me estaban acabando, y yo pasaba mis días dormido o viendo en la televisión películas que me prepararan para lo que eran mis noches.


Vagamente recuerdo que, por allá de la octava o novena noche que visité mi averno, sentí inferioridad ante los demás hombres; su vestimenta de todos los días era diferente, mientras yo tenía que llevar el mismo atuendo noche tras noche. Deseaba como nada tener la vida que ellos llevaban.

Al mismo tiempo este sentimiento se mezclaba con un enojo inmenso hacia cualquiera que viviera mejor que yo. Sentía un dolor en el centro de la cabeza y los pensamientos horrorosos brotaban de mí. Imaginaba como seria matar a cualquiera de esos tipos y robar sus cosas. Hasta la más mínima joya hubiera dado como para resolver mi vida por algunos meses.


Pasaron las semanas y una noche, un hombre de piel morena y ojos grises, se acercó a mí a ofrecerme trabajo. Me quedé a vivir en ese lugar, y después de un mes de trabajo, conseguí mi primer día de descanso.

Recuerdo que eran aproximadamente las seis de la tarde cuando decidí ir por algo de comida a un restaurant cerca de mi antiguo motel. Ya nunca cocinaba y había subido bastante de peso.

Esa noche de regreso a “casa”, cargaba una pequeña bolsa con los restos de mi hamburguesa, cuando un niño pequeño, de algunos seis años, se acercó a mí. Olía mal y su ropa estaba carcomida por doquier. Era tan delgado que los huesos de su tórax se podían ver. Me pidió dinero. Sinceramente llevaba toda mi paga en la cartera, pero no me apeteció darle ni un solo peso, así que negué con la cabeza, caminé un poco y me tomó la mano.

-¿Lo va a tirar?- preguntó alzando la vista y señalando hacia la bolsa.

Estaba satisfecho, Dios, los restos de comida hacían bulto en mi pequeño refrigerador, y, aun así, jalé mi mano y seguí caminando.

Se había hecho tarde. Tenía tanto tiempo que no veía a la luna, así que voltee desesperado a buscarla. La encontré, pero mi luna tenía ya seis manchas y su luz era demasiado baja.

Aquella noche no pude dormir.


No recuerdo cuanto tiempo pasó hasta el día que me despidieron; había golpeado a una prostituta y el jefe me mandó llamar. Al principio quiso arreglar las cosas, pero yo nunca acepté mi error. Ella tenía la culpa. El dueño me pidió amablemente que me retirara y me negué.

De un momento para otro ya me encontraba afuera del lugar. Nadie me había tocado, pero la sangre me escurría de mi nariz, y para tratar de parar la hemorragia, voltee hacia el cielo.

Ahí estaba mi luna, y ahora la séptima mancha la había opacado por completo.


 
 
 

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